viernes, 17 de julio de 2009

Vox Medica - El Delirirum Templi


Hay seres que se sienten llamados a alguna misión providencial pero, desairados por una existencia plana y grisácea, deben conformarse con idear una especie de segunda vida donde queden colmadas sus ansias de altura. Los más conscientes de la realidad se limitan a imaginar qué harían en el caso de haber llegado hasta el lugar de sus sueños.

Más preocupantes resultan los que han perdido la conciencia de la realidad (ver foto). Como si no tuvieran un espejo donde mirarse y reconocer su auténtica condición, van forjándose rasgos quiméricos, logros apócrifos y virtudes que sólo existen en su distorsionada imaginación. Y trasladan esas figuraciones a la vida real, comportándose como si ciertamente fueran aquello que han imaginado.




Van algo más lejos que los mentirosos compulsivos o los mitómanos que falsean lo real para hacerlo más soportable, buscando una admiración ajena o un reconocimiento social que no han logrado obtener de otro modo. Han ingresado en el peligroso dominio de la paranoia. Son auténticos lunáticos aquejados de delirios de grandeza con los que ha ido urdiendo una nueva personalidad.

Esta clase de trastornos delirantes consiste, según los psiquiatras, en desarrollar ideas bien estructuradas y persistentes basadas en la sobrestimación infundada de las propias capacidades. Pertenecen al mismo grupo de anomalías que la obsesión persecutoria (creencia de estar vigilado o acosado por alguien que pretende causarnos daño), la hipocondría (creencia de sufrir enfermedades graves) o la erotomanía (creencia de que alguien está perdidamente enamorado de nosotros) y, como todas ellas, parten de una pensamiento absurdo alrededor del cual la mente va formando un sistema coherente en el que los hechos y los juicios se encadenan con una lógica sin grietas ni fisuras.

Dicho de otro modo: el loco acaba creyéndose sus propias mentiras porque, sumadas unas a otras, dan la impresión de verdad. El aquejado de delirios de grandeza se mueve en la contradicción de su baja autoestima –que le lleva a necesitar la aprobación ajena- y un profundo narcisismo.

Pero, a diferencia del narcisista puro, que trata de ser simpático, el megalómano pretende sentirse por encima de todo poderoso. Su obsesión es aparentar que goza de influencias, que se mueve en las altas esferas, que tiene amistades distinguidas y ve abiertas a su paso todas las puertas. En los delirios de grandeza desarrollados hasta el grado de trastorno, el enfermo manifiesta un orgullo y una susceptibilidad peligrosos, pues reacciona coléricamente contra todo aquel que no le sigue la corriente.

No hay mayor fuente de infelicidad que la excesiva importancia dada a uno mismo. Bien está que las personas elijan los juegos para los que mayores aptitudes tienen, a fin de experimentar de vez en cuando la pequeña satisfacción de la victoria. Es humano y comprensible ser un poco vanidosos. Pero más saludable todavía es, si no conformarse con la propia suerte, sí al menos ocupar el tiempo en mejorarla en vez de adornarse con plumas ridículas para acabar dando la nota.

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